A través de las cortinas de lluvia y lágrimas, el mar era una opción: o avanzar hacia las definitivas profundidades y hundir para siempre la piedra oscura que le ocupaba el cerebro o regresar a la playa para recuperar la penumbra de una fuga frustrada. Y sin embargo, el tibio mar en el que estaba inmerso le prestaba un calor de abrigo, como una manta, un cuerpo de mujer o la sensación de estar en casa un día de otoño, la lluvia más allá de los cristales.
Desde algún lugar donde habita el recuerdo fue creciendo el rostro de la mujer hasta coincidir con la dimensión de su propia cabeza y luego desbordarla y hacerse un horizonte total de rasgos diluidos por las aguas.
—Encarna –musitó y se echó a llorar definitivamente, como si hubiera asumido de repente estar perdido en una ciudad sumergida.
Manuel Vázquez Montalbán 'La Rosa de Alejandría'
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